viernes, marzo 01, 2013

EL REGRESO


PORQUE LOS ÁRBOLES SE ENTIENDEN TOCANDO SUS RAÍCES

“Nadia es silenciosa como un cuaderno de croquis.
Nadia creció en el pueblo como el árbol más simple 
Y con ella me entiendo sin decir palabra
Porque los árboles se entienden tocando sus raíces.”


-Jorge Teillier-

Siempre ha sido una mujer la que me regresa a seguir escribiendo.
Recuerdo a Lulú poeta (Lourdes Olmos), hace ya más de 20 años, quien me invitó un café para entrevistarme. Justa excusa para escudriñar en mí: “¿Por qué has dejado de escribir?”  Nunca vi, o no recuerdo, la entrevista publicada. Ella escribía entonces para La Colmena, revista literaria con inclinaciones feministas o algo así.  Después de darle una serie de pretextos, conversaciones "de bulto", el clima, la moda... advertí que la cortina tras la que me mantenía oculta, estaba ya muy lavada, rota, deshaciéndose casi.  Y la verdad, me fue difícil una nueva confeccionar.  Así que, después de una sobredosis de cafeína, entre la cual confesé estaba escribiendo hijos y editando un matrimonio, regresé a mi jaula y como enferma desahuciada, volví a escribir.  Esta vez era para publicar y no lo sabía.

Héctor Alvarado iniciaba la revista Papeles de la Mancuspia, aquí en Monterrey, y me invitó a la inauguración, donde se presentaba el primer ejemplar.  Para no quedarme entre el público solamente, le propuse colaborar con algo. “Sí, puedes hacerte cargo de la venta de cerveza.” Y así lo hice. No me importó helarme las manos, una y mil veces sacando chelas de los toneles con agua-hielo, con tal de hacerme parte de ese proyecto que, hasta ahora, gracias a la pasión que Fernando Elizondo le da, deja una gran estela de críticas, amores, aplausos, envidias y pasiones.

Poco después de ese happening, mi presencia en las juntas/talleres de la revista, mis arrodillados textos dispuestos a ser podados una y mil veces, mi pasión por escribir, dieron frutos: ya era miembro del Consejo Editorial de Papeles de la Mancuspia.  Y fue él, Héctor, quien cierta noche me llevó aparte y me dijo: “Anna, ¿no crees que ya es hora de publicar?”  Recuerdo haberme quedado muda, tiesa, algo así como cuando te anuncian que estás embarazada.  “No, no… espérame un poco, no sé no sé no sé, tengo miedo…”
Aún ignoro si fue el reto -ese miedo apostándole a más miedo-, el vacío ocupándose del matrimonio, quién sabe; lo que sucedió después fue, creo ahora, lo inevitable:  Me vi publicada en dos libros en el mismo año.

Ya por entonces había compartido algunos aforismos, poemas y “contestatarias” en la misma revista y en el suplemento cultural de uno de los diarios locales, pero nada más.  Ahora me estaba viendo, desnuda, en libros.

Al publicarse el tercero, dejé las palabras.  Me sumergí en ese autismo literario donde nada ni nadie importaba, ni yo misma. Hube de asirme a inmóviles lianas para dejar de hundirme, para quedarme sujeta a algo, no sabía a qué, para poder salir de aquello algún día, cierta noche, de esa otra soledad…

Siempre ha sido una mujer quien me regrese al vientre.

Luego aparece un par de alas: Isabel Miranda. Los hilos de la red y el Universo conspiraron para conocernos.  Isabel es una mujer que insemina la palabra, es una poeta. Isa me leyó, me buscó, me preguntó, y con sus letras pudo recordarme de lo que estoy hecha; juntó lo más rescatable de mis versos, los unió, los acarició, los tradujo y los dejó a mi vista, resucitó mis ojos, mis sentidos y volví a creer.

Gracias a estas dos mujeres, a tantas otras amigas, a grandes escritoras y escritores que habitan mi oficio, es que vuelvo a la pluma y al papel. Vuelvo y sangro bestias: signos, sonidos, verbos, cadencias, adjetivos… todos escapan de la jaula para correr el riesgo de volar, y si son afortunados, anidarán en alguien, en cualquier amante de vida o muerte, del trayecto de luz hacia la oscuridad y viceversa.  En esta ocasión, me alegra seas tú.

AKL

viernes, enero 25, 2013


LOS INICIOS

Este es el día en que empiezo a despedirme.   Hoy, trece de enero de dosmildiez. A medio siglo de vida en el planeta, dos de mí que fueron yo, descansan al fin en estas letras.

Ana, te veo encima de la tierra, no caminas aún y estás contenta.  En tu mano se deshace un puño de arcilla, intentas llevártelo a la boca. Click.  Tus padres, seguramente con una polaroid que rentaron o prestaron de un amigo, te capturan. Tú en brazos de uno, click, y después en brazos de otra, click. Punto ciego el desierto.  Luego no recuerdas. 

Ahora se le antoja el barro, su olor, su frío contacto con el agua, su rudeza acaso.

Tu infancia fue árida burbuja.

 Ana no sabe qué decir de su infancia.  Ella está intentando recordar un poco con los restos de las voces ajenas:  levantarse temprano, ayudar a su hermana a despertar, encabronarse con el desorden…  Grita, sí, grita, y no hay nadie quien la escuche. . Son estampas, fotografías diluyéndose en el fregadero,  una memoria cada vez más mentirosa.  Abuelos en señal de padres, tías en señal de madres, palabras atoradas en señal de amigas, a veces…

Te escondes en el armario para poder llorar, pues tu padre ha dicho que eso no es bueno, nadie debe saber que lloras…

Ella espera los domingos como el mejor regalo. Padre lleva al río a sus pequeñas "reproducciones", a nadar, a tomar algún helado y comprarles un cuento. Ana nunca quiere que se acaben los domingos.  Padre habla casi nada, si acaso hace una o dos preguntas sin prestar atención alguna a las respuestas. Él sigue demasiado joven.

Espanta la escuela de monjas, la detestas. Son crueles contigo. Con tu hermana no,  porque ella es bonita:   su cabello ondulado, color oro viejo (como dice tu abuela), sus mejillas rosas… y además, obedece.

Le gustan los cuentos a Ana, espera ansiosa que sus tías-madres-hermanas regresen del trabajo o de la escuela, para que alguna le lea o relate alguno.  El abuelo, en especial, le canta cuentos, toca su violín mientras ella le sonríe atenta aunque desconozca los sonidos, el idioma…

Acurrucada en el vaho de la cocina, Abuela sabe cómo rociar azúcar sobre tu desierto. Y salen galletas de ese calor, abrazos sin tocarte, besos de canela y chocolate, tibieza que te tragas como píldoras de salvación.

Muchos la ven, pocos la observan, casi nadie la toca. Ella es un atardecer esperanzado.

Te odias por no quererte. Quieres verte bonita, acicalada, sonriente… y sólo eres una despeinada horrible y triste estrella.

Las monjas le dicen que todo lo hace mal: aprende mal, limpia mal, come mal, borda mal, escribe mal, reza mal…

No conoces aún el desconsuelo, ni el desamor, ni el destierro. Ni siquiera has escuchado esas despalabras. Sin embargo, vibras en preguntas: "¿Conocerán los hombres el amor? ¿En cuántas casas me habito? ¿Y si Papá también se muere?"

Tiene un amigo imaginario. Se llama Dientito. Conversan y juegan siempre bajo la ducha, jamás en otro sitio pues pueden ser descubiertos. Ana le nombró así porque la presión del agua sobre su espalda era como pequeñas mordidas de afilados dientes.

Tienes nueve o diez años y te enamoras. El objeto amorativo  es el sobrino de la vecina que sólo por venir de no sabes dónde, es encantador. Tu memoria apenas ha guardado sus pecas y su copete juguetón contra el viento.  Abuela dice que eso no es amor, que estás enamorada del amor y que aún no sabes lo que es. Entonces, te preguntas, ¿cómo se puede soñar con algo que no conoces?

Comienza por besarse en el espejo. El frío adelgaza sus labios y se secan. Prueba con el bilé de su tía y ahora ya no siente nada. Su amiga confidente le dice que debe sacar la lengua y ella advierte que el espejo sabe a detergente. Abandona la misión pero busca otros materiales.

La niña muerte te toca. Tu amiga, con quien ayer apenas jugabas, se murió. Así, de pronto, como siempre se mueren todos, pero ella no, ella sí se murió de repente. Corría por el parque y el corazón se le detuvo. ¿Se le pararía antes que sus piernas blancas y veloces?

Duerme mucho. A veces la hermana la sacude y pregunta si aún respira. ¡Qué te importa! (Ana le grita).  A mí nada, pero sí a la Abuela que me manda a cada rato.

Te gusta correr en bicicleta. La velocidad que alcanzas hasta el vértigo es tu primera droga. Cuando te encierran, porque ya es muy tarde, pruebas con algo más fuerte: dejas de respirar lo más que aguantes, juegas a morirte.

Leer, leer, leer… atrapar mentiras y verdades hermosamente escritas. Ya no sale, ya no juega, siempre en búsqueda de libros, sobre todo aquellos, los ocultos, los prohibidos…

Y entonces, como perro persiguiéndose la cola, comienzas a copiar versos en libretas del colegio, pegas estampas de paisajes y parejas abrazadas, besándose en un atardecer a orillas de una playa desierta…; memorizas otras cosas que no sean el himno nacional, fechas históricas, oraciones, conjuros ni jaculatorias. Aprendes a guardar imágenes en un rincón desconocido. Te encuentras verdaderamente enamorada, y juegas ahora a no morirte nunca.

Anna escribe.

sábado, enero 19, 2013


LA SANGRE DE LA LUNA


¿Seguir leyendo o mirar a la hija cuando duerme?

La noche se sostiene en plumas húmedas, garúa que cierra ventanales, encoge espacios, silencia perros, gatos, y a los pájaros que llevo adentro.

Es la atmósfera antesala de recordatorio. Un confesionario sin escapatoria cubierto de cenizas.

Hoy quiero hablar con alguien: de la luna que me tiene congelada, del fantasma con quien vivo. No hay nadie, nada, ni aquella rabia que me dejaba temblando pero libre.

Soñé y fui encerrada en el presente.

Se vuelven piedras las palabras que dicto a mi inocencia, en un montículo que oprime la sagrada infancia, dejándome marchita de miedo y veleidad.

Sufre la pasión, oscila por mi estado solitario y no sé si asesinarla o darle aliento.
Si la tierra me sostiene, la luna me suspende con su sangre; pero el sol me funde y no puedo coagular toda la vida.

Para esta otra mujer que habito, vivir entre excesos y dudas resulta peligroso. Es la extremadura donde cavo un túnel que me lleve al permeable nacimiento.

Cierro los ojos y veo paredes desplomándose. Huyo ante la imagen de mi hija muerta.

Cuánto me cuesta confesar el odio.

Todo es penitencia, menos esta sangre lunar, dueña del mundo y de su pulso, a la que pido aguarde mi canción en su memoria y me conceda los latidos suficientes para poderme recordar, para saber decir de nuevo que amo.

AKL

martes, enero 15, 2013

CARTA A BRYAN

30 de enero de 1998... (una carta recién encontrada y vigente)

Vengo de ti, Bryan, de hablarte y pensarte conmigo aunque no estés esta mañana. Imagino tu cuerpo aún pequeño, disperso entre tantos otros niños con historias diferentes a la tuya.  Casi veo tu mirada puesta adentro, como la mía en muchas ocasiones.

Hasta hoy que me asaltan las peguntas temerosas: ¿Qué fue o qué hice de ti? ¿Cómo vivirás este profundo amor que te tengo? ¿Dónde estamos, hijo? ¿Dónde la madre, dónde el hijo?
Regresar al pasado siempre asusta. Regresar a verlo con ojos diferentes, despojarles el siempre y la razón, incrustarlos en el alma y creer fervorosamente en lo que atrapan... Tengo frío, por dentro tiemblo.

A veces creo que naciste antes por mi prisa de verte, de tocarte, conocerte.  Esa prisa permanece y se traduce en sueños y deseos pisoteados por tu armadura. No permites en tu mundo la entrada a nadie y no te culpo. A veces el encierro es protección y la protección siempre es perseguida por el miedo.

Tengo culpa y alegría. Culpa porque sin querer me diste miedo y yo también busqué la falsa puerta. Alegría porque sé que aún no es tarde para recuperarte y hacerte sentir un lugar en este mundo.

Deseo más que ninguna otra cosa en el Universo poder tocar tus pensamientos; estirar mi mano y hacer lo que tantas veces creo hace tu ángel y el mío: peinarte el corazón hasta dejarlo como un niño de mañana, recién yendo a la escuela.

Ahora sé que te has instalado en un sitio muy cómodo, para ti, pero también muy doloroso. Eres como una hojita de árbol que se niega a seguir creciendo; y si no creces, pequeño gran hombre, no te fortalecerás jamás, no podrás mecerte ante el viento, no cambiarás de color, no alimentarás a la tierra.

Quisiera decirte que todo será fácil y placentero, sin embargo debes saber que dolerá y quizá sufras más que ahora, pero tengo en mis manos la certeza de que lograré, algún cercano día, lo único que persigo al haberte nacido: tu felicidad, tu plenitud.

Muchos dicen que el futuro no se puede ver, y yo creí firmemente en este dogma durante muchísimos años, hasta ahora en que tú rompes ese velo. Siempre supe, de alguna manera, que tú llegaste a mi vida para regalarme un grandioso aprendizaje. Jamás creí que el obsequio me fuera dado tan temprano.

A menos de cumplir tus siete mayos, ya me has dado y enseñado tanto... Te recuerdo suavecito, tiernas tus manitas; y recién estrenando las palabras preguntaste: --Mamá, ¿y la luna?  Y era esa hora de la tarde en que la noche se le inserta despacio, como a hurtadillas, y el aire se torna azul plomizo...  Yo te respondí: 
--Aún no sale, hijo.  Jamás olvidaré tu vocecita anhelante: --¿Me la prendes?

Aquella tarde aprendí mi primera lección de magia blanca. A la luna, la podemos encender.